Según los entendidos en la materia, nacemos sólo con dos miedos. Pero el principal, el que nos persigue toda la vida, es el miedo al abandono. Como cuando estamos en una zona desolada, es de noche, la cara de los transeúntes no ayuda y el colectivo que esperamos, al que le empezamos a hacer señas dos cuadras antes, no para y sigue adelante con el conductor que lleva en su cara el orgullo por no presionar el freno.
El abandono, ese miedo tan intenso, nos persigue a todas partes. Quedar en ridículo en situaciones muy formales; como aquella primera vez que expuse una ponencia en un congreso. El tiempo máximo eran diez minutos, y a los cuarenta de mi monótona lectura alguien me hizo notar el tiempo transcurrido y preguntó si me faltaba demasiado. Achuré mi trabajo in situ y terminé estrepitosamente mi exposición.
El miedo nos oprime todo el tiempo, miedo a ser felices, miedo a la infelicidad, miedo a que nuestra felicidad opaque la de otros. El miedo a la muerte es un miedo absurdo porque es lo único que nos espera a todos por igual. Pero morir en soledad es algo jodido, ojala nunca les toque.
Al fin de cuentas el miedo es miedo, como la AFIP o las cuentas a fin de mes. Por eso mejor evitarlo o hacer oídos sordos con algodón o tapones en las orejas. Pero por favor, “no me dejen solo”.
Mariano Vincenzetti
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