martes, 25 de octubre de 2011

Escuela Media

Flores
(Jorge Accame)


Yo era profesor de Castellano en la Escuela Normal y a mediados del ochenta, en el segundo año A de bachillerato, tomé una prueba escrita de análisis sintáctico. Al devolver las hojas corregidas sobró una. Los alumnos me dijeron que ese nombre no correspondía al grupo. La evaluación, que había sido reprobada, llevaba la firma de un confuso Juan o José Flores. La guardé dentro de mi portafolios.
Por las dudas, en los días sucesivos pregunté en otros cursos: todos ignoraban su origen. Repasé las listas en vano. Nadie apareció con ese apellido.
No me sorprendí demasiado. Un escrito aplazado era quizás eludido hasta por su propio dueño. Probablemente abusando de mi ignorancia acerca de los integrantes de cada grupo, alguien había firmado con seudónimo previendo el resultado fatal.
Hacia septiembre, volví a examinar al segundo año. Corregí los trabajos y me encontré —creo que lo esperaba— con otra hoja firmada por Flores. Tampoco esta vez había aprobado.
No llevé a cabo más pesquisas. Ahora estaba seguro de que Flores pertenecía a segundo A. Haber encontrado dos veces un trabajo suyo entre las evaluaciones de ese grupo lo confirmaba. Sospeché que se trataba de un nombre apócrifo de algún bromista que había hecho dos pruebas. Una, firmada con su verdadero apellido para obtener un concepto real; la otra, que debía atribuirse a una sombra —Flores— y que era entregada con el solo propósito de perturbarme.
Durante el recreo, mencioné el episodio en el buffet del colegio, delante de mis colegas. En ese momento el comentario no produjo ningún efecto. Nunca se escucha realmente lo que dice el otro, salvo que el discurso sea por mera casualidad el que uno mismo está por decir.
Cuando ya iba a entrar al aula, sentí que me aferraban del brazo para detenerme. Era una preceptora.
Se la veía nerviosa.
—Sin querer —murmuró— he oído lo que relató en el bar.
Le dije para tranquilizarla que no tenía la menor importancia.
Ni siquiera intentó escucharme y empezó a hablar:
—Había hace tiempo, en segundo A, un chico Flores que nunca aprobó Castellano. Era voluntarioso y estudiaba mucho, pero sus deficiencias —mala escuela primaria o falta de cabeza, se ve— le impidieron eximirse. Una tarde, cuando venía hacia aquí a rendir examen por quinta o sexta vez, lo atropelló una camioneta y murió. Fue la única materia que quedó debiendo para siempre.
La narración era algo melodramática. Sin embargo, la mezcla de ambigüedad y precisión entre aquellas coincidencias me inquietó por varias semanas.
Ese verano, tomé la evaluación final en segundo A. Busqué la de Flores y la aprobé sin leerla. Al día siguiente, la dejé sobre el pupitre de un aula vacía.
Ya no volví a saber de mi inexistente alumno. Deliberadamente, deseché una última explicación posible: la intervención de algún familiar o amigo íntimo del difunto, que cursara en la escuela y hubiera prometido cumplir póstuma y simbólicamente su voluntad truncada.
Para mí (y para la sombra) había una sola realidad: Flores, ese año, se eximió en la materia que lo había fatigado.






JORGE ACCAME nació en Buenos Aires, Argentina, en 1956. Desde 1982 está radicado en Jujuy, Argentina. Estudió Letras en la Universidad Católica Argentina de Buenos Aires; enseña en la Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales de la Universidad Nacional de Jujuy. En 1998, su obra Venecia fue estrenada en Buenos Aires, en el Teatro del Pueblo. Desde entonces se ha representado en Inglaterra, España, Eslovenia, Estados Unidos de Norteamérica, Canadá, México, Colombia, Venezuela, Perú, Chile, Brasil, Uruguay, Bolivia, y en la mayoría de las provincias de Argentina. Con Venecia ha ganado varios premios, entre ellos el Florencio Sánchez. Ha sido becado por la Fundación Antorchas para asistir al Programa Internacional de Escritura en la Universidad de Iowa (Estados Unidos). También recibió becas del Fondo Nacional de las Artes, del Instituto Nacional del Teatro, de la Fundación Civitella Ranieri, la Colonia MacDowell, la Corporación Yaddo y la Fundación Guggenheim. Ha publicado Cuatro poetas, Punk y circo, Golja (poesía), Cumbia, Ángeles y diablos, Día de pesca, ¿Quién pidió un vaso de agua?, Cuarteto en el monte, El jaguar, El mejor tema de los '70, Diario de un explorador (cuentos); Concierto de jazz y Segovia o de la poesía (novela). Entre los títulos de sus obras teatrales figuran Casa de piedra, Chingoil Compani, Suriman ataca, Venecia y Hermanos.

viernes, 21 de octubre de 2011

En el Andén

 Ernesto Frers, 1964.
(versión libre de Mariano Vincenzetti)

Es el atardecer en un pueblo del interior. Ernesto ingresa apurado a la estación de tren; se acerca a la boletería y pide pasaje para el expreso de las 7 de la tarde. El empleado, José Aténgase-a-las-reglas, le dice: - ¿Qué tal caballero? Es mi deber informarle que el expreso se detiene aquí a las 8.45, demora contemplada en el horario. Además le paso el chisme que ese tren no para aquí hace más de diez años, pero en cualquier momento lo hará-. Ofuscado y sin entender muy bien la situación, Ernesto paga $500 por su boleto, tiene prisa por llegar a Buenos Aires. - Da gusto hacer negocios con personas tan sensatas, ¿sabe?-, comenta José sin captar la atención de su interlocutor; y agrega: - Si todo va viento en popa, dentro de 30 o 40 años me convertiré en Jefe de estación, ¡todo un logro!, ¿qué le parece?-. Sí, sí, muy interesante, aunque estoy un tanto cansado. Me sentaré por allá a esperar el expreso-.  
Apenas Ernesto se sienta entra en el andén Catalina, joven y esbelta, se le acerca y pregunta  por el arribo del expreso; Él afirma y siente esperanza porque ella aguarda la llegada de su prometido; no hace más que hablar de sus planes de boda. Ernesto la interrumpe para conversar de Buenos Aires “la tierra de las oportunidades”. En eso se mete José Aténgase-a-las-reglas, y hace gala de los proyectos que tiene para cuando sea Jefe. No se escuchan. No se entienden. Cada uno está ensimismado en su propio discurso; en sus propios sueños. Ernesto y Catalina se trenzan en una discusión sobre la probabilidad que existe de que el expreso pare ahí hoy. Están absortos en su disputa y no registran cuando el tren llega, para y sigue su recorrido. José Aténgase-a-las-reglas les anuncia lo sucedido; no lo pueden creer. Catalina pregunta si no vio descender a un hombre moreno, de bigote y con galera. José niega; - Es más, nadie bajó de la formación-. La joven rompe en llanto porque Olegario, su prometido, le había jurado amor eterno y ella lo esperó cada tarde, en aquel lugar, durante diez años. Ernesto y José están indignados con la situación; José intenta poner paños fríos y reflexiona:
- Cada día se aprende algo nuevo-. -Es verdad-, responden los otros dos al unísono. Pero reconocieron que siguen sin comprenderse. Entonces, los tres  tomaron una decisión.
Catalina secó sus lágrimas. Se fueron; volvieron a entrar y volvieron a repetir una y otra vez los diálogos, una y otra vez cada acción, en un sinfín de tiempo y espacio.

domingo, 16 de octubre de 2011

La muerte del ídolo???

Dieguito
(José Pablo Feinmann)

Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?
Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.
Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.
Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.
En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. "No sé", respondió ella. "Come bien. Duerme bien." Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: "Sólo hay algo extraño". "Qué", preguntó el padre. "No quiere ir más al colegio", respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. "Dieguito no queriendo ir al colegio", respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. "Este idiota ya ni sabe hablar", le dijo. "Ahora habla con gerundios." La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: "Dieguito no sabiendo qué son gerundios".
Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.
Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. "Esto", dijo el padre, "es obra del pequeño idiota". Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. " ¡Dieguito! ", chilló el padre. " ¡Abrí la puerta, pequeño idiota!" Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo "Dieguito trabajando", y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: "¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?" Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:
-Dieguito armando Maradona.






JOSÉ PABLO FEINMANN nació en Buenos Aires en 1943. Es licenciado en Filosofía (UBA) y ha sido docente de esta materia en esa casa de estudios. Publicó más de veinte libros, que han sido traducidos a varios idiomas. Ensayos: entre otros, Filosofía y Nación (1982), López Rega, la cara oscura de Perón (1987), La creación de lo posible (1988), Ignotos y famosos, política, posmodernidad y farándula en la nueva Argentina (1994), La sangre derramada, ensayo sobre la violencia política (1998), Pasiones de celuloide, ensayos y variedades sobre cine (2000), Escritos imprudentes (2002), La historia desbocada, tomos I y II (2004) y Escritos imprudentes II (2005); novelas: Últimos días de la víctima (1979), Ni el tiro del final (1981), El ejército de ceniza (1986), La astucia de la razón (1990), El cadáver imposible (1992), Los crímenes de Van Gogh (1994), El mandato (2000), La crítica de las armas (2003) y La sombra de Heidegger (2005); teatro: Cuestiones con Ernesto Che Guevara (1999) y Sabor a Freud (2002); guiones cinematográficos: entre otros, Últimos días de la víctima (1982), Eva Perón (1996), El amor y el espanto (2000) y Ay, Juancito (2004). Actualmente dicta cursos de filosofía de inusual y masiva convocatoria. Siempre residió en Buenos Aires. Sus libros han sido traducidos al inglés, francés, italiano y alemán.

jueves, 13 de octubre de 2011

Opinión

La Guerrita 
Por Santiago Varela *
Que la realidad supera a la ficción no es una novedad. Yo había escrito en el 2006 una novela titulada La Guerrita, que relataba una guerra entre Uruguay y Argentina a partir del conflicto de Botnia.
Me parecía tan absurdo que dos países como los nuestros se pelearan por el negocio de una transnacional que pensé que podía ser un buena tema para tratarlo con humor. Con los yoruguas podemos pelearnos, pero por cosas más importantes, como ser el fútbol, la nacionalidad de Gardel o si la yerba es mejor con palo o sin él, pero agarrarnos a las piñas por la plata de otros, jamás. Como pueblos no merecemos que nos traten de tontos.
Pero hoy escuchándolo a Tabaré Vázquez me di cuenta de que estaba equivocado. El hombre había analizado seriamente la posibilidad de una salida armada. Y enterarme ahora de que ellos contaban con cinco aviones y nosotros no teníamos ni un miserable cañón antiaéreo porque Menem se los había vendido a Ecuador y Croacia me hizo erizar los pelos. ¡Llegamos a estar a merced de Tabaré!
Pero lo que más me espantó fue que el ex presidente oriental fuera a pedirle ayuda al Gran Hermano cuando estaba Bush, que era un tipo de anotarse en cuanto bombardero o invasión party se organizara en cualquier parte del mundo.
Tal vez Tabaré lo hizo porque entendió que así colaboraba a integrar más la Unasur. La política, a veces, suele transitar por senderos impensados.
Pero yo, cuando describía la guerra en el libro, juro que no tenía ni idea de que algo así podía pasar. Aunque, debo confesarlo, hoy me doy cuenta de que algunas veces me sucedieron cosas extrañas. Por ejemplo, sentía que me vigilaban. Un día, cuando estaba describiendo los combates de las tropas uruguayas que intentaban invadir Punta del Este, vino el encargado a decirme que probablemente me hubieran pinchado el portero eléctrico, ya que del mismo salía un cable que se metía en un camión de transporte de carne que hacía cinco días que estaba estacionado... y ya olía. Quedé intrigado.
Otra vez, al llegar a mi casa veo, en la vereda, apoyado en la pared, a un hombre con impermeable, sombrero y anteojos oscuros. Lo raro es que no llovía, hacía 38 grados y era de noche. Pensé que era de la SIDE, que querían saber lo que yo sabía –cosa muy común en ellos–, pero cuando vi que el hombre portaba un termo sobaquero y el clásico porongo, me di cuenta de que éste venía del otro lado del charco.
En fin, fueron detalles que pasaron inadvertidos. Jamás pensé que esa Guerrita pudiera ser posible. Lo que no quita que haya algunos que se las dan de estadistas que no solamente piensen que pudo haber sido posible, sino que además, al decirlo hoy, lo hagan motivados por algún tipo de misteriosa conveniencia.

* Autor de La Guerrita, la novela rioplatense sobre una guerra idiota.
Editorial Sudamericana, 2006.

lunes, 10 de octubre de 2011

La culpa es del chancho

Dioptrias

Mi vida no tiene nada de sobresaliente, es apenas un pedazo de campo con cielo y todo incluido. También con algunos yuyos llenos de vaquitas de San Antonio y deseos perdidos…
Puedo decir, eso sí, que nací en 1979.
Que transité las escuelas con más penas que gloria.
Que mis viejos son laburantes, buena gente, y mi hermana hermosa.
Que dibujo porque me sale así.
Que tengo varias familias adoptivas. Que conozco buena gente. Y que, con mis amigos, anuestra manera jugamos, pensamos, hacemos el “para todos todo”.


El Amor en los tiempos que corren…

Después de algunas percepciones engañosas….
Y algunas esperanzas autoprovocadas…
Decidió abandonar la búsqueda y esperar por el verdadero amor.
Y aunque el tiempo pasaba…
Jamás perdió la calma…
Sabía que estaba cerca el día en que ella irrumpiría en su vida al grito de “Piedra libre”.

Zeque Bracco

el quejoso

Me cuesta levantarme a la mañana temprano, es un bajón. Lo peor que le puede pasar al ser humano. No les creo a los que dicen amar levantarse temprano. Es lo peor. Hasta la tarde soy un zombie. No me jodan. Encima de levantarse temprano tenés obligaciones a la mañana, es inaudito, el cerebro no da, vas en piloto automático y decís cosas que no entendés, ni sabés de dónde las sacaste. Es antinatural, no me gusta. Las obligaciones no deberían existir, o por lo menos empezar pasado el mediodía.
Las estrellas de rock sí la tienen clara en ese sentido pero yo, por desgracia, no tengo aptitudes para la música. Me tendré que conformar con lo que tengo aunque no me conforma. No les digo más nada porque todo me cuesta, incluso hablar.
Mariano Vincenzetti

¿Por qué es bueno equivocarse?

Un error es bueno porque es lo que nos confirma como humanos. La perfección no existe y los errores nos ayudan a crecer y aprender. Nos vuelven más falibles, que es la realidad del día a día.
Nos equivocamos todo el tiempo como personas, a pesar de muchos aciertos que solemos tener. El error nos constata que no somos infalibles y por más capaces que seamos (o nos creamos), siempre tenemos espacio para un tropezón.