viernes, 4 de noviembre de 2011

Cambios en nuestro lenguaje a través del tiempo

Lunfardo: ladrón.
El lunfardo nació en los barrios bajos de Buenos Aires, en las comisarías y en los conventillos donde vivían los inmigrantes a fines del siglo XIX y principios del XX. En aquellos años habían llegado muchos genoveses, piamonteses y algunos lombardos. Como en Lombardía había banqueros y prestamistas, los más humildes decían que los lombardos o lumbardos eran ladrones. ‘Lumbardo’ derivó en ‘lunfardo’.
José Gobello, presidente de la Academia del lunfardo trasformó al lunfardo en un hecho lingüístico: el lunfardo era hijo de los patios de los conventillos, donde se juntaban los inmigrantes. El lunfardo se filtró en todos los estratos sociales; hoy, consta de 6000 palabras. A las que se le suman extranjerismos como ‘chatear’, y palabras surgidas de la actualidad como ‘piquetero’, ‘cacerolazo’ o ‘botinera’. El lunfardo se retroalimenta con términos del rock y la cumbia.

Adaptado de
Nora Sánchez  “El portenísimo lunfardo se renueva con palabras del rock y la cumbia”, 21/08/2011.


Los Monstruos  de Juan Diego Incardona
(adaptación)

Corrían los años del Hombre Gato, el Enano de la Cruz, el Ahorcado del Tanque y los Lobisones del campo. Villa Celina, como el resto de los barrios, estaba rodeada de potreros y campos. Por las noches estos lugares se convertían en algo amenazante y se oían voces y ruidos extraños. Para mis amigos y yo, entre 11 y 12 años, este tipo de cosas nos promovía un montón la imaginación.
Un día después de la escuela nos juntamos con un grupo de amigos en una esquina del barrio, mientras la noche caía lentamente. Los chicos discutían si los ladridos eran de los perros o eran aullidos de los lobisones, cuando de pronto vieron una luz entre blanca y amarilla moviéndose y formando figuras. Uno de los chicos, el cabezón Adrián, dijo que debía ser la luz mala del perro de “la Maico”, enterrado el día anterior en el campito. Adrián explicó que la luz mala eran las almas que salían de los muertos, según le había contado su tío Medina. Yo me acordé del canario que había enterrado con mi abuelo en la maceta de los malvones, en el patio de casa. La luz mala comenzó a ir hacía el grupo y los tres se levantaron espantados y corrieron para sus respectivas casas.
Yo compartía la pieza con mis dos hermanas: María Laura, de 6 o 7; y María Cecilia de 3 o 4 años. Ellas se dormían inmediatamente, pero yo no podía pegar un ojo porque tenía terror a la oscuridad; me tapaba con las sábanas y la frazada hasta la cabeza. Estaba convencido que el canario revoloteaba alrededor de mi cama y una vez me desperté con la impresión que alguien me tiraba del pelo. Lo primero que se me ocurría en momentos así, era prender el velador. Para esos días, el maestro de ciencias naturales nos había enseñado a hacer una linterna casera; yo la llevaba a la cama y cuando la prendía adentro de la cueva todo se iluminaba. Pero en los espacios abiertos era como si nada. Al llegar el verano fue peor porque quedaban solo las sábanas y yo no contaba nada de mis problemas a mis padres. A las cinco de la mañana papá entraba a la pieza antes de ir a la fábrica, para ver si todo estaba bien. Yo me destapaba la cabeza y simulaba dormir y hasta roncar.
El ropero era mi gran preocupación, más oscuro que nada, de noche se le abrían las puertas. Una noche se abrieron y cerraron todas las puertas de la casa; los espíritus estaban enojados y decían malas palabras.
Un sábado al mediodía yo estaba con mis amigos mirando un partido a la pelota de “los viejos” y le saqué el tema a uno que se llamaba el cabezón Navarro que sabía un montón de estas cosas, porque su tío Medina le contaba todo tipo de historias. El cabezón nos dijo que los fantasmas eran como los perros: te olían y después no te molestaban más.
Entonces me decidí al todo o nada; a la noche cuando me mandaron a la cama y se apagaron todas las luces, empezaron los ruidos; el canario revoloteaba alrededor de la cama y la puerta del ropero se abría y se cerraba. Respiré profundo, abrí los ojos, salí de la cama y caminé hacia la puerta de la pieza; detrás de mi caminaba un montón de gente. Subí la escalera hasta la terraza, cerré los ojos y se acercaron para olerme. El Hombre Gato daba vueltas a mí alrededor, el Enano de la Cruz me pasaba entre las piernas, los lobisones me olfateaban los pies.
Las luces malas me alumbraron, abrí los ojos; todos los chicos de Villa Celina abrieron los ojos y en ese momento, entre la General Paz y la Ricchieri, mientras los padres dormían, todos los chicos eran hermanos de los fantasmas: eran los monstruos, a la noche, caminando en los techos. 

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